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La isla de los piratas

A partir de la reconquista cristiana del siglo XIII, los filibusteros turcos y berberiscos asediaron sin piedad la costa de Ibiza

En mitad de los andenes del puerto de Eivissa, frente a la estación marítima, existe un modesto obelisco que rinde homenaje a los corsarios. Es el único monumento en el mundo, junto con la estatua de Sir Francis Drake, en la ciudad británica de Plymouth, que rememora las hazañas de los bucaneros y su importancia en la defensa del territorio.

Monumento a los corsarios, en el puerto de Eivissa

Foto: Xescu Prats

Ibiza es definida de muchas formas: la “isla blanca” por las casas e iglesias encaladas, la “isla púnica” por haber sido un enclave estratégico en las rutas comerciales de la antigüedad, “la isla que nunca duerme” por su insólita oferta de ocio… Sin embargo, existe una expresión que, referida a su pasado, se adapta a ella como un guante: “la isla de los piratas”. Buena parte de los monumentos, la cultura, los viejos romances y demás tradición oral brotan de un doloroso pasado marcado por la piratería.

Desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, Ibiza fue una isla asediada por los filibusteros. Aunque el archipiélago ha sido tierra de conquista y desembarcos desde los prolegómenos de su historia, el azote de la piratería se inicia una vez que los cristianos del Reino de Aragón, a las órdenes de Jaime I el Conquistador, expulsan a los musulmanes de Madina Yabisa.

A partir de entonces, la perla del Mediterráneo, como también era conocida Ibiza, se convierte en objetivo legítimo para los piratas árabes. Jabeques turcos y berberiscos aparecían de improviso, echaban el ancla frente a cualquier cala y arrasaban sin piedad pueblos y granjas. Para los saqueadores, atracar en las Pitiüses era un juego de niños, dada la escasa o nula capacidad defensiva de los nativos, que sólo podían ocultarse hasta que los bárbaros norteafricanos decidían poner rumbo a casa.

Los botines que ofrecía Ibiza eran modestos: animales domésticos, trigo y otros bienes agrícolas, así que el mayor tesoro que los piratas podían arrancar a la isla eran sus propios habitantes, que luego subastaban como esclavos en harenes, palacios y campos de trabajo del Magreb. Las excepciones eran, esencialmente, los estanques de Ses Salines, ya que la sal entonces era un bien muy valioso, y Santa Eulària, por la concentración de molinos harineros en la desembocadura del río.

Baluarte semicircular de la iglesia de Santa Eulària, en es Puig de Missa

Foto: Xescu Prats

En aquellos tiempos inciertos, los pitiusos componían una sociedad atemorizada, que vivía en permanente sensación de peligro. Esa terrible coyuntura obligaba a la construcción de infraestructuras defensivas y de vigilancia a lo largo de toda la costa y también en los territorios del interior. Estas construcciones no impedían los saqueos, aunque, la mayor parte de las veces, servían para alertar a la población con tiempo suficiente para procurarse un escondite. Buena parte de los monumentos que hoy podemos admirar en la isla están vinculados, directa o indirectamente, a los tiempos de los piratas, y sucede lo mismo con determinados topónimos. S’Illa des Penjats, camino de Formentera, significa “isla de los ahorcados”, porque en ella se colgaban cadáveres de piratas para amedrentar a futuros asaltantes.

Las grandiosas murallas de Ibiza

Tras la reconquista cristina, las murallas árabes que envolvían la ciudad fueron reforzadas y resistieron durante siglos los constantes asedios de los piratas berberiscos. Éstos, en determinados periodos, incluso utilizaban la deshabitada isla de Formentera para refugiarse entre ataque y ataque y repartir el botín.

El siglo XVI, sin embargo, marca el inicio de la era de la pólvora. Los muros verticales de la fortaleza medieval ibicenca, de unos diez metros de alto y dos de ancho, unidos por tres docenas de torres, podrían ser derribados como un castillo de naipes si tuvieran que enfrentarse a la poderosa y nueva artillería concebida por los ingenieros militares.

Las murallas renacentistas de Ibiza fueron terminadas a finales del siglo XVI

Foto: Xescu Prats

Así, el infante Felipe, que más adelante se convertiría en el Rey Felipe II, encargó al ingeniero italiano Giovanni Batista Calvi la construcción de una fortaleza abaluartada que abrazara el perímetro de la antigua muralla medieval y protegiera a Ibiza y sus habitantes de los ataques de la poderosa marina otomana, enemiga del imperio español en aquellos tiempos, y de sus aliados, los piratas de Argel. El nombre del corsario Hayreddín Barbarroja, almirante de la flota turca, inspiraba miedo cada vez que alguien lo pronunciaba, así que el rey hizo algo insólito en la historia de la isla: invertir una cantidad astronómica de dinero en la construcción de una infraestructura abaluartada que ya nunca podría ser conquistada por el enemigo y que llegaría hasta nuestros días prácticamente intacta.

Las obras se prolongaron durante cuatro décadas, mientras los filibusteros argelinos, conscientes de que aquella defensa podía resultar infranqueable en el futuro, atacaban constantemente las canteras de los islotes situados entre Ibiza y Formentera. Éstas suministraban piedra de gran dureza para el levantamiento de las murallas. Durante los asedios más intensos, las canteras marinas quedaron paralizadas y los sillares tuvieron que ser tallados en la costa de Ibiza, especialmente en la zona de Ses Salines, pese a que éstos, de tipo arenisco, resultaban más frágiles. Por esta razón, los muros y baluartes renacentistas exhiben distintos tipos de piedra.

Templos de oración y santuario contra los piratas

Durante la Edad Media, antes de que se levantaran las nuevas murallas renacentistas, la Ibiza cristiana contaba con sus propias infraestructuras defensivas fuera de la ciudad. Un mapa turco de la isla, trazado en 1521, muestra 18 torres vigía estratégicamente distribuidas por el litoral. Algunas de ellas existían desde tiempos inmemoriales. Cuando un navío bucanero arribaba a la costa, los torreros encendían hogueras en lo alto de estas construcciones y los ibicencos, al observar el humo, corrían a refugiarse en las iglesias fortificadas.

La iglesia fortificada de Sant Jordi, con sus características almenas

Foto: Xescu Prats

Desde un principio, los templos rurales más antiguos fueron erigidos con esa doble finalidad: santuarios en caso de ataque y recinto de oración. Una vez que los cristianos expulsaron a los musulmanes, en 1235, adoptaron la estructura territorial de sus predecesores. Así, la isla fue dividida en los cuartones de Santa Eulària, Portmany, Balanzat y Ses Salines, fronteras bastante similares a las de los municipios actuales, a los que hay que sumar un quinto, Eivissa, que sólo abarca la capital.

En los primeros años del siglo XIV, se construyeron iglesias fortaleza en Santa Eulària des Riu y Sant Antoni de Portmany y, en el XV, en Sant Jordi de Ses Salines y Sant Miquel de Balansat. Estos cuatro templos, aunque han sufrido innumerables ampliaciones y reformas, son los más antiguos de la Ibiza rural y destacan por sus gruesos muros y su estructura defensiva.

Las iglesias de Sant Antoni y Santa Eulària cuentan con torres de piedra que antaño incluso albergaron cañones, la de Sant Jordi luce las almenas características de las fortalezas y la de Sant Miquel dispone de una casa parroquial levantada sobre la cubierta del templo, para que el sacerdote viviera más protegido. Incluso están equipadas con cisternas para afrontar asedios prolongados.

La iglesia de Sant Antoni, con su torre de piedra de planta cuadrada

Foto: Xescu Prats

En aquellos años, los templos ibicencos eran prácticamente inexpugnables frente a un ataque, así que la sorpresa era el arma más eficaz de los piratas y la única forma de capturar campesinos antes de que éstos tuvieran tiempo de alcanzar los refugios eclesiásticos.

El resto de las iglesias, aunque se asemejan en su aspecto y estructura, son muy posteriores (siglo XVIII en su mayoría, con la excepción de la de Jesús que es anterior, aunque no posee estructura de fortaleza).

Las torres prediales; el refugio de los campesinos

Pese a estas mejoras, la distancia entre numerosas aldeas y los templos santuario seguía siendo muy grande. Los ibicencos tuvieron que ingeniárselas para protegerse y así nacieron las torres refugio interiores, adosadas a múltiples casas payesas. A diferencia de las torres costeras construidas con posterioridad, éstas fueron levantadas por los propios campesinos, siguiendo la misma tradición arquitectónica de las casas payesas encaladas, tan características del paisaje insular.

La torre de Can Guimó, en las afueras de Sant Josep, ofrecía refugio frente a los piratas

Foto: Xescu Prats

Se tiene constancia de muchas de ellas a través de documentos del siglo XVI y posteriores, pero se desconoce la fecha exacta de su construcción en la mayoría de casos. Las torres suelen tener la misma estructura. La entrada se sitúa en la planta baja, que está dotada de una puerta estrecha y pequeña. Los campesinos guardaban armas y víveres en la planta alta, comunicada con la anterior mediante una pequeña trampilla en el suelo. Se ascendía mediante una escalera de cuerda o madera, que enseguida era retirada. Otra abertura permitía salir a la cubierta de la torre y desde ahí proteger la entrada de la planta baja, arrojando piedras o agua en caso de que los piratas trataran de incendiar la gruesa puerta de madera.

En la actualidad, se conservan en la isla alrededor de 60 de estas torres prediales. Algunas incluso están habitadas e integradas en la zona residencial de las viviendas anexas. Las de Balàfia quizás sean las más conocidas, pero pueden encontrarse diseminadas por toda Ibiza.

Torres costeras; con la mirada siempre puesta en el horizonte

Los antiguos observatorios de vigilancia que rodeaban el litoral pitiuso acabaron siendo sustituidos por las denominadas torres de defensa, diseñadas por ingenieros militares por orden de la Corona española. En muchos casos, estuvieron dotadas de personal fijo y cañones.

La torre des Carregador fue trazada por Calvi, el ingeniero de las murallas

Foto: Xescu Prats

La primera en proyectarse fue la torre des Carregador, al final de Platja d’en Bossa, situada donde antiguamente atracaban los barcos salineros para que los estibadores llenaran sus bodegas del preciado oro blanco de Ibiza. Su diseño fue obra del propio autor de las murallas, Giovanni Batista Calvi, aunque no fue construida hasta décadas después, en 1584.

La idea de Calvi, que también erigió el baluarte redondeado anexo a la iglesia de Santa Eulària, impulsó una red de vigilancia más moderna, que no acabó de hacerse realidad hasta el siglo XVIII. Durante este periodo de tiempo se edificaron las torres de defensa costeras que hoy podemos contemplar en el litoral pitiuso, con la excepción de la de Ses Portes, algo anterior. Suponen un total de siete y además de las dos mencionadas están las de Balansat, Portinatx, d’en Valls, des Savinar y d’en Rovira. Todas se mantuvieron en funcionamiento hasta el año 1867, cuando son retiradas del servicio. La más espectacular, por su ubicación, es la de Es Savinar, frente al islote de Es Vedrà. En ella transcurre buena parte del hilo argumental de la novela ‘Los muertos mandan’, que Vicente Blasco Ibáñez escribió en 1909. Desde entonces, este observatorio de piedra también es conocido como la “torre del pirata”.

Torre des Savinar, con los islotes Es Vedrà y Es Vedranell al fondo

Foto: Xescu Prats

Las torres de Ibiza se complementaban con la del islote de S’Espalmador, camino de Formentera. Ésta, junto con la de Ses Portes, protegía el paso de Es Freus mediante fuego cruzado. En Formentera, asimismo, se construyeron otras cuatro torres para proteger a las familias que repoblaron la isla.

Los temibles corsarios de Ibiza

En la Edad Media, el puerto de Ibiza representaba un punto estratégico en el comercio del Mediterráneo. Las goletas pitiusas comerciaban con los principales puertos mediterráneos, tanto de la Península Ibérica como de la costa francesa e italiana y algunos incluso se aventuraban a cruzar el estrecho y navegar costeando hasta tierras gallegas.

Los piratas turcos y argelinos no sólo arrasaban aldeas y campos, sino que por mar daban caza a las embarcaciones que partían de Ibiza, cargadas con los productos que entonces se exportaban con mayor asiduidad: sal, aceite de oliva, higos y almendras. Cansados de asaltos y muertes, los ibicencos acabaron dando a catar la misma medicina al enemigo.

Antigua goleta restaurada, en el muro de abrigo del puerto de Eivissa

Foto: Xescu Prats

En el siglo XIV ya hay constancia de naves ibicencas, financiadas por empresarios locales, que salvaguardaban las rutas comerciales y asaltaban las embarcaciones enemigas procedentes de la costa africana. Sin embargo, el gran auge de estos aventureros no se produjo hasta los siglos XVII, XVIII y XIX.

Los piratas pitiusos navegaban bajo patente de corso, licencia que otorgaba la Corona española. Tenían derecho a atacar cualquier embarcación y puerto enemigo, pero a cambio debían entregar a los tesoreros del rey la quinta parte del botín. Su presencia implicó cambios notables. Berberiscos, turcos e incluso británicos temían los salvajes ataques de los corsarios ibicencos, famosos por su temeridad. Navegaban a bordo de pequeños jabeques, rápidos como flechas, y arrojaban vasijas de fuego rellenas de pólvora a los buques hostiles.

Por primera vez, los ibicencos, en lugar de ser capturados y subastados en tierras africanas, tuvieron esclavos a su servicio. Muchos de ellos trabajaron en los estanques de Ses Salines, tras ser capturados a bordo de navíos piratas.

Buena parte de los piratas capturados por los corsarios ibicencos fueron esclavizados y destinados a trabajar en los estanques de Ses Salines

Foto: Xescu Prats

El más famoso de todos los corsarios ibicencos fue Antonio Riquer Arabí, que en su vida como capitán pirata venció a más de un centenar de embarcaciones enemigas. Su más famosa hazaña fue la captura del Felicity, un navío de grandes dimensiones con bandera gibraltareña, notablemente superior en artillería y capitaneado por un famoso corsario de la época, Miguel Novelli, alias El Papa. La fenomenal escaramuza tuvo lugar frente a la costa de Ibiza, en 1806.

El monumento a los corsarios recuerda esta gesta y rememora el angustioso pasado de Ibiza, cuando la isla vivía sometida a la arbitrariedad de los piratas.

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